de fino rocío mañanero
escalándome los hombros
colmando la habitación
puliendo los espejos
que develan tu figura
a contraluz
mientras te esculpo en versos
te evoco
y conjuro sobre el papel
Blog del escritor Maikel Riggs dedicado a difundir sus textos.
que revolotean tímidos
entre mis manos
pretendiendo anidar
en mi espacio pulcro
y alejo con desdén
al ver sus alas rotas
Sobre qué cumbres sombrías
ven marchitar sus versos
y mueren lentamente
mientras me tomo un ron
y celebro
sin puntos ni comas
el nacimiento que se abre paso
entre los tachones grises
del grafito encendido
Fría la noche
bajo la fina manta
mi cuerpo tiembla
Cierro los ojos
y emerge un castillo
de las húmedas tinieblas
que no cesa de crecer
lamiendo con el ladrillo desnudo
la mano fatigada que lo roza
al transitar sus pasillos mustios
de adoquines infinitos
El tiempo se agolpa
la alarma estremece mi interior
¿Quién apagó la hoguera?
¿Quién se robó
el recuerdo/frazada
que mi ensueño atesoraba?
Desempolvando el baúl de mis recuerdos encontré aquel álbum de poesía que le escribí al ángel azul un lejano noviembre de desvelos hogueras. Pasé mis manos sobre el, acariciando las veintisiete madrugadas en las que, a la luz de una luna que moría por iluminar sus alas desnudas, vertí mis flechazos de poeta enamorado sobre el papel. Recorrí el cuaderno, sediento de versos que avivaran su recuerdo; mas no pude encontrarlos, se habían marchado de mi espacio escudo sin dejar siquiera algunas letras dispersas explicando la causa de tan desconcertante suceso. En su lugar habían quedado sembrados, cual frágiles posturas de trigo sobre el suelo fértil, dos ojos tenues, cristalinos, desdibujados; eran los ojos de mi ángel reflejando el dolor de las caricias que apresaba, solitario, en las deshoras.
El Sol asoma sus primeros rayos por el borde inferior de la ventana. A Esteban le ha resultado muy difícil acostumbrarse a recibir ese molesto baño de luz matinal diariamente; pero no puede hacer nada al respecto, sus padres así lo han dispuesto. Estira torpemente su cuerpo sobre la cuna, y tras un inútil esfuerzo por tomar la almohada sobre la que reposan sus mechones castaños se rinde y opta por voltearse para escapar de los flechazos de luz que trae, generosa, el alba londinense.
La oscuridad cubre su cara y trae la conciliadora paz, esa que el ha permitido sobrevivir los últimos seis meses. Le resulta un tanto dificultoso respirar, pero en el inmenso vacio que anida al fondo de su almohada de plumas no existe el día, la leche, ni las manos torpes. Intenta distraerse con el nuevo ejercicio que ha inventado la semana anterior. Enmudece su mente hasta crearse un espacio oscuro frente a sí, pulcro, distante. Comienza a amueblar su nueva habitación con sumo cuidado: Coloca dos butacas grises en la esquina donde sus padres han dispuesto el caballo de madera; un piano, siempre lo ha deseado, fantasea algunos instantes con la melodía angelical que escuchó el mes pasado detrás de la puerta. Del vacío se levanta una mesita de caoba con un cenicero de marfil encima: Esteban no fuma, no puede, pero sabe instintivamente que un cenicero no puede faltar. El suelo lo arropa con una alfombra roja, de felpa gruesa y tibia que invita a caminar descalzo. En su fantasía se levanta y siente la alfombra acariciar la menuda planta de sus pies.
De repente, y quizá debido a su prematura e inexplicable conciencia, la mayoría de las palabras se desprenden de su significado y danzan a su alrededor desnudas, dibujándole un agujero circular en la mente. Un miedo aterrador se adueña de su ser, miedo a convertirse por dentro en lo que su apariencia física denuncia innegablemente. Se aferra como un niño testarudo al vocablo piano, repitiendo enfermizamente la melodía una y otra vez hasta que los vocablos regresan y toman su sitio.
Minutos más tarde se escuchan, provenientes de la pieza contigua, pasos agitados: logra distinguir fácilmente las pisadas militares de su padre dirigiéndose al baño; también, aguzando un poco más su oído, escucha el fino rechinar de las sandalias de su madre sobre el piso de madera en la cocina. Susurra algunas palabras a la almohada antes de que el vaso de leche irrumpa en la habitación.
Felipe ha encendido el ventilador rosa de la pared al percibir el sudor en la frente de su hijo. Roza con la frialdad disimulada de siempre la frente de Esteban en un maquinal gesto paternal. Es un hombre alto, de figura atlética y un amplio bigote negro encrespado. Lucía es mucho más cariñosa, sus ojos emanan luz al acariciar su hijo; trae un vaso grande con leche inmaculada en la mano derecha. Despeinada, recuerda la imagen de un hada de los cuentos.
Esteban ya se ha acostumbrado a los mimos y caras que le hace la madre para arrancarle una sonrisa, tanto que ya no le molesta en lo absoluto seguirle el juego. Es capaz de hacer casi cualquier cosa por verla contenta.
-¿No es hermoso?- le comenta Lucía a su marido que se peina en el espejo de la pequeña habitación, abstraído, como enfrascado en una tarea medular. Es un amor- responde el capitán sin prestar mucha atención. Es grande el amor de madre- piensa Esteban concentrado en las manos de su progenitora; es una lástima que no pueda incorporarme y asestarle un golpazo a este "soldadito de plomo". Sus puños se cierran ligeramente.
Mira con cara de desconsuelo el vaso de leche intentando que descubran la repulsión que esta le provoca; siempre la ha odiado, debe ser por la repulsión que le provoca la palidez de su color. Ve a su madre introducir el dedo índice en el vaso para comprobar la temperatura, se acerca el momento.
Una sensación de desespero se apodera de todo su cuerpo; una molesta cosquilla le recorre la columna erizando los finos vellos de su nuca. La cuna se le hace pequeña, tan pequeña que a penas cabe su cuerpo. Se estremece, voltea varias veces sobre su cuerpo, y finalmente se le escapa un sollozo ahogado. El vaso de leche se acerca imponente; dentro de su pecho algo quiere estallar: ¡Dios, qué me han hecho, no soy su verdadero hijo, no tengo seis meses de nacido, no me gusta la leche!- pero la frase queda, como siempre, ahogada en el vaso de leche.
Luego de dos manotazos torpes consiguió apagar el timbre del reloj despertador de su mesa de noche. Levantó lentamente la cabeza de la almohada: siete y treinta de la mañana, hora de levantarse.
Por instinto se calzó las sandalias que descansaban al pie de su cama y, toalla al hombro, se dirigió al baño. Cómo cada mañana, sonrió frente al espejo al recordar el comentario que le hacia todos los días aquel ex novio poeta con el que compartió piso un par de meses. Realmente parece una hoguera- balbuceó con el cepillo dental en la boca mientras admiraba sus chispeantes rizos rojos. Luego de asearse completamente caminó hacia el armario; indecisa, repasó un par de minutos toda la ropa antes de decidirse por una falta azul y la blusa que le había regalado Mario las últimas navidades. Antes de salir de la casa se cercioró de que todo estuviese en orden y marcó el código de la alarma de seguridad ubicada tras la puerta para activarla.
Al salir del apartamento revisó su bolso como quien piensa que ha olvidado algo pero no sabe bien qué es. Tonterías mías- se dijo terminando de acomodar el desorden que había provocado segundos antes. Eran unos quince minutos hasta la estación del metro, por lo que apuró su paso tan pronto descendió las frías escaleras del portal.
No había doblado la primera esquina cuando comenzó a sentir miradas pesadas sobre su hombro; volteó y pudo ver cómo una viejecita le susurraba algo al oído a su nieto de unos dieciséis años. No se tomó aquel incidente en serio hasta que un par de minutos más tarde dos mujeres la miraron descaradamente y luego rieron en tono de burla. Laura se detuvo, y con el pretexto de limpiar la punta del zapato derecho examinó cuidadosamente su ropa. La blusa le quedaba un tanto holgada, por lo que no calcaba la silueta de sus pezones oscuros; inspeccionó la falda en busca de algún descocido que dejara ver parte de sus afiladas piernas, mas no tuvo suerte. Por último se pasó las manos por el cabello queriendo encontrar algo, sus rizos estaban tan relucientes y rebeldes como siempre. Nada de que preocuparse- emprendió la marcha nuevamente.
Al descender la escalinata que se sumergía en la estación del metro se sintió abrigada por el ambiente de complicidad que proporcionaba la muchedumbre. Un tanto incómoda se dirigió a la máquina de boletos, al recibir su ticket sintió que alguien le daba un par de golpecitos respetuosos en el hombro.
Su DNI por favor- inquirió el guardia de seguridad. Laura inclinó su cuello para que el oficial pudiese registrar el código de barra que ella tenía cuidadosamente tatuado en la nuca.
Con ese cabello tan reluciente e infringiendo la ley; lo siento, pero voy a tener que multarle- le aclaró el guardia mientras escribía absorto en el talonario.
- ¿Qué le sucede, no recuerda qué día es hoy?
-¡Claro!, respondió ella sonriendo. Trece, lo había olvidado por completo, ya me extrañaba que me mirasen así por la calle. Deje la multa encima del bolso, a penas salga del trabajo la iré a pagar sin falta; que tenga un buen día- se despidió mientras hacía deslizar la falda y una bragas negras por los filosos muslos.
(II Parte)
Medio juego
Juaaaaaaa- bostezó a mansalva para interrumpir cuando se acercaba. Con el reloj de su adversario caminando, Nacho estrenó la mayoría de las maniobras que había ensayado para la contienda psicológica: Se masajeó el pelo con aire de despreocupación, leyó algunas líneas del Times y luego prendió un cigarrillo con su mechero púrpura.
Sobre la jugada veinte ya había cambiado un poco el panorama sobre el tablero, ahora quien no despegaba un ojo de las casillas era Nacho. En a penas siete lances, las piezas negras se habían activado de manera tal que amenazaban con materializar su ventaja mediante una sutil maniobra de simplificación. Nacho comenzó en ese momento a sentir que la temperatura de su cabeza se elevaba al tiempo que arremetía a ráfagas de blasfemas contra su oponente. – ¿Este hijo de la real puta no pensará ni chistar?, no se cómo carajo me metí en este atolladero de pura mierda. Se paró intentando disimular su preocupación y dejó el reloj avanzando.
Calma, calma, calma… cálmate cojones- se tapó la boca como quien ha hablado demasiado alto. Echó un vistazo a la sala, todo estaba igual- ufff. Lo sacaba de sus cabales esa pasividad con la que Fritz jugaba: no movía músculo, no hablaba, y a Nacho le daba la sensación de que aquella mirada inexpresiva le penetraba en la corteza del cerebro desnudando sus planes.
Repasó su pequeña cocinita decorada a lo francés en busca de algo que lo apaciguara: El cuchillero de plata, la calabaza que descansaba en una esquina aguardando su sacrificio, el viejo frutero sobre la repisa, el reloj de pared, el platón de porce… ¡El reloj!- cayó de un salto sobre la silla con tal fuerza que esta se quejó con un chirrido metálico. Acojonante, se le habían escapado veintidós preciosos minutos mirando las musarañas en la cocina. Como resultado ahora tenía, a parte de desventaja posicional, apuros de tiempo. Con la uña del dedo índice clavada sobre la palma de la mano descubrió una preciosa maniobra con la que salvaba la posición sin perder material. Claro, no todo era color rosa, había que cambiar la mayoría de los trebejos, y él conocía de sobra sus debilidades en la fase final de la partida.
Esta no la pierdo, simplificando, tendré más tiempo para el final, le voy a dar clavo. Ag5.
No se podía esperar menos, Fritz aceptó gustoso la maniobra y minutos después el tablero estaba bastante despejado. Nacho pasaba la mano por los bajos de su espalda mientras soltaba risitas irónicas, mordía los nudillos y no paraba de mover los pies. Se sentía eufórico, lleno de una energía que le desbordaba los poros; la cabeza le dolía un poco, pero todo estaba bajo control.
Tiempo restante de las blancas: 34.35 minutos.
Jaque mate
(I Parte)
Apertura
Había perdido dos cotejos la semana pasada y no estaba dispuesto a que se repitiese la historia, máxime jugando en la sala de su propia casa. Las partidas anteriores le resultaron muy opacas debido a algunos errores cometidos en momentos críticos, esto se lo atribuía al murmullo que se escuchaba de fondo en el ciber café donde se las había visto tablero de por medio con Fritz. Pero bueno, aquello eran aguas pasadas, dentro de tres horas aproximadamente estaría saboreando el dulzón de una victoria.
Antes de estirarse para avanzar dos casillas su peón rey, se frotó las manos frenéticamente y luego las bañó con un tenue soplido para calentarlas. Hace un poco de frio aquí- aludió al darse cuenta de que Fritz lo miraba interrogante.
No terminaba de acomodarse completamente en su asiento cuando el caballo negro, de un brinco, saltó sobre los peones para colocarse en la casilla f6. Esto hizo reflexionar a Nacho; dedujo que el adversario no quería entrar en nuevas variantes durante la apertura, seguramente se reservaba para el medio juego. La defensa Alekine que le había propuesto estaba casi estudiada completamente hasta la jugada doce. Comprendió que tenía dos opciones: Aceptar el reto y hacer de la apertura un debate teórico, o devanarse los sesos buscando una nueva variante para sorprender al rival, arriesgándose a caer en una de esas “jugadas de laboratorio” que Fritz acostumbraba a elaborar meticulosamente.
Debía tomar partido rápido, no era prudente dar síntomas de presión psicológica desde la primera jugada. Se secó el sudor de las manos disimuladamente en los bolsillos del pantalón y los doce siguientes lances se sucedieron en a apenas dos minutos.
Concluida la apertura (jugada decimotercera) ambos bandos estaban equilibrados. La variante de la defensa Alekine que se había planteado daba a las piezas blancas ventaja posicional en el flanco rey, lo que propiciaba desplegar varias estrategias con el objetivo de atacar directamente el fortín enemigo. A cambio, las negras gozaban de una sólida posición defensiva, y ligera ventaja posicional en el flanco dama.
Nacho decidió dar su primera “vueltecita” a la cocina en busca de una taza con café humeante. Todo marchaba a pedir de boca; el viejo Fritz no conocía que él había obtenido importantes victorias en el mundo ajedrecístico con esa línea.
Levitando
Otra calada más al cigarro de la melancolía y este aumenta su tamaño. La habitación se me resume, como tantas veces, al techo; mi cuerpo (o lo que resta de el luego de seis horas sin mover una articulación) yace entumecido sobre un lecho derruido por los polvos del tiempo y las excesivas horas de sexo sin amor. Como cada noche, llega el momento en que la vida parece detenerse. Los objetos que me rodean, hechizados por esa densa quietud que colma los cementerios, aguardan expectantes mi deceso temporal. Lentamente siento como se nubla la vista y se hacen pesadas las manos, signos inequívocos de la entrada en esa especie de trance que me esclaviza a diario desde que me abandonó mi única compañía durante muchos años.
La niebla al tiempo que roba mis pupilas se va transformando en una ventisca de nieve que, al caer, alimenta un famélico río sobre el cual floto boca abajo a escasos metros de la superficie.
La tempestad finalmente se detiene, todo es espuma y el sonido producido por el romper del agua en algunas rocas dispersas que amueblan el cause del río. Uno tras otro comienzan a dibujarse rostros en la corriente, al principio no comprendo que sucede, me esfuerzo por encontrar alguna cara familiar. No lo logro. De repente, las aguas se calman y de las profundidades emerge una foto amarilla. Allí está, tan de todos como siempre, tan témpano de hielo; mis ojos se mojan en la copa del recuerdo por la mujer que nunca y siempre fue mía, por quien las campanas de mi corazón doblaron hasta romperse. Una ola de memorias termina de dibujarle el cuerpo, testigo soberbio del quehacer del ángel a la hora de un nacimiento. Las heridas de un deshielo de antaño van desapareciendo y el odio cede a la nostalgia; comprendo que todo amor pasado, por doloroso que haya resultado, deja al final del sendero una tímida hoja de recuerdos con los momentos más bellos escritos por la pluma de la pasión.
El agua comienza a tornarse gris, mi corazón repica al ritmo de un tambor enfurecido, instintivamente mis manos se cierran como las de quien aguarda una pelea ineludible. Imágenes de mis más rudas querellas se suceden bajo mi cuerpo; distingo al chicuelo que me pegaba en la escuela cuando no le ayudaba con su tarea, la riña que tuve a la entrada de un cine, y el moretón que me regalaron en un bar de mujeres públicas. La respiración se acelera por instantes; casi he perdido el control cuando, debido a la exaltación, me volteo por accidente al cielo; este sigue tan azul como siempre. La vida es como una partida de ajedrez, no puedes planear bien la próxima jugada si permaneces aferrado al peón que perdiste en la anterior. El hoy es la segunda parte de la película de los errores del ayer; hay que aprender a reconocer el escalón débil y saltárselo, no perder tiempo recordando como fue el traspié.
La paz se abre paso siguiendo las huellas de mi reloj de pared; ya nada podrá desequilibrarme, me siento preparado para aprender de cada movimiento y encontrar siempre el atajo positivo en los caminos espinosos. El agua se desvanece y comienzo a retornar a mi posición en la cama. Todo sigue igual, la oscuridad acostumbrada me da la bienvenida. Animado, me incorporo y con nuevos bríos me dirijo a la sala para ver la televisión. Al llegar, me detiene un vaso de agua con la foto de una anciana detrás; el vacío me inunda, los ojos se me han vuelto a extraviar. Lentamente, y con el alma a cuestas, me retiro a mi habitación, como levitando.
Un texto anónimo de
Pero existen los que plantan. Éstos a veces sufren con las tempestades, las estaciones y raramente descansan. Pero al contrario que un edificio, el jardín jamás para de crecer. Y, al mismo tiempo que exige la atención del jardinero, también permite que, para él, la vida sea una gran aventura.
Paulo Coelho
Jardineros
La semilla de treinta y ocho semanas una mañana se cansa del pequeño espacio sin luz donde recibe sus alimentos y, como tocada por la fantasía, se estira y aferra a un tibio rayo de Sol emprendiendo su mayor aventura.
Nos abrimos paso al mundo con el oficio de jardineros y sin más herramientas que un par de manos toscas que llegamos a dominar luego de varios años. La infancia es un carrusel de colores que nos vive el tiempo. Entre helados y las primeras maestras nos damos cuenta como, a nuestro alrededor, crecen pequeños arbolillos ingenuos y se comienza a extender un portentoso manto verde. No hay necesidad de regar aún, algo que las personas mayores llaman equilibrio parece encargarse de todo.
Llega la adolescencia, ese loco duende que, tomándonos por los hombros, nos sacude estrepitosamente. Atormentados, las piernas nos llevan a nuestro jardín a descansar y percibimos que ha cambiado mucho desde la última vez que lo visitamos. Hay nuevas plantas de todos tamaños, formas y colores. El rosal de la esquina ha multiplicado sus espinas a tal punto que logra atemorizarnos; nos recuerda la chica de la esquina: tan ojos verdes, tan sensual, frívola y pecadora. Sobre la roca gris delira una planta moribunda, en la tez de una de sus hojas secas se dibuja el rostro de un amigo de la infancia. Duele verle así, rodeado de tan bellos recuerdos, mas con la cabeza gacha y la frente marchita. Con un "No te olvido" intentamos reanimarle; demasiado tarde, se ha mudado a otra ciudad, conocido nuevas personas, amado, y olvidado.
Entre las plantas más bellas crecen hierbas oscuras ensombreciendo el contorno, nuestro mundo ha llegado a convertirse en un caos de espinas y hojas secas. Es el momento de la primera limpieza. Desenfrenadamente comenzamos a arrancar de raíz la mayoría de las plantas; sin muchos miramientos removemos la tierra deshojando amigos, enemigos, y amores. No sentimos dolor al quebrar el tallo del rosal y hemos pisado la roca que servía de lápida a un recuerdo. Al terminar la faena nos tumbamos sobre la tierra exhaustos, cual árbol centenario cansado de mentirle al tiempo; nuestras manos se han teñido con ese marrón que deja la mezcla de tierra y sangre. Hay pocas plantas a nuestro alrededor, pero indudablemente hemos ejercido por primera vez nuestro real oficio.
El tiempo pasa y comenzamos a dominar las técnicas de la jardinería, en vez de usar las manos adquirimos una pala con la que remover la tierra y un rastrillo para quitar las plantas muertas. Aprendemos, con el tiempo, que el jardín hay que regarlo y atenderlo a diario para no perder el equilibrio en nuestras vidas. Luego conocemos una persona, nos atamos a esta en santa ceremonia y llega el primer hijo para abonar nuestro suelo. Se repiten las estaciones, trabajamos nuestro entorno a diario, un cambio que se avecina se percibe en el ambiente. Nuestra vida tiene la estabilidad que tanto deseábamos pero algo no funciona bien, el jardín no es tan verde como en nuestra juventud, este también ha envejecido y como consecuencia necesita otros tipos de cuidados. Es entonces cuando comenzamos a pasar días enteros pensando en las plantas que hemos arrancado de raíz y sentimos dolor al reconocer que debimos darle una segunda oportunidad a aquel girasol que no quiso mirar al Sol tan solo un día.