viernes, 2 de marzo de 2007

Máquina de expresos

Dos y treinta de la madrugada. La calle desierta, y a ambos lados una interminable hilera de casas mal amontonadas que apuñalan con sus chimeneas el cielo. Las fachadas no están pintadas ni pulimentadas con cemento blanco; cuando apoyo mi mano en ellas, puedo sentir la humedad de un ladrillo vivo y rojizo que lame mis poros sin saciar su sed de abrigo. Fríos y agrietados adoquines desgastan la planta de mis pies desnudos; puedo detener mi paso un instante y sentir como va escalando mis piernas el silencio.
Lo único que diferencia una puerta de la siguiente son las dimensiones; perfectamente rectangulares se yerguen todas - unas más que otras- jugando con la forma, creciendo, estirándose y encogiéndose hasta el absurdo.
Avanzando cuento adoquines, puertas, segundos; lo cuento todo y me detengo a inspeccionar cada cien puertas, dos mil quinientos catorce adoquines, u ochocientos cincuenta y siete segundos. El resultado no varía: Las mismas, aunque diferentes, puertas; el hermano gemelo del silencio anterior volviendo a escalar mis extremidades; la colérica certeza de hallarme en mi recurrente sueño lúcido.
Sentado sobre la acera observo las nubes y le pregunto al cerebro si no hubiese sido mejor colocarme en un burdel o al menos en un lugar más concurrido. Ya que voy a estar un rato aquí, más me vale encontrar alguna manera de entretenerme- le comento pensativo a la humedad.
Me pongo de pie, el picaporte de la puerta más cercana no cede; intento con la siguiente; luego con la de la acera de enfrente; y más tarde, con la de trescientos adoquines a la izquierda.
-Nada, no abre ninguna. Si al menos hubiese una máquina con esos expresos que tanto me gustan, podría darme el atracón olímpico sin tener que preocuparme por la tensión arterial.
Mi vejiga anuncia que es la hora de levantarme. No me esfuerzo en orinar, no resolvería nada. Necesito despertar, no puedo llegar tarde al trabajo. Pongo en práctica mi mejor técnica para abandonar el sueño: Me acuesto en el suelo, cierro los ojos e intento sorprender a mi cuerpo haciéndolo convulsionar violentamente. Grito sin cesar con todas mis fuerzas golpeándome una y otra vez. El dolor es insoportable, mas la sangre no brota. Luego de incrustar tres veces mi cabeza contra el suelo, todo termina.

Siete y dos minutos de la mañana, justo a tiempo. Tomo el cepillo dental que descansa en la silla de la esquina y, toalla al hombro, me dirijo al baño. Al palpar el picaporte de la puerta este me resulta poco familiar; mi boca se queda semi abierta por unos instantes aguardado el cepillo que nunca llega. Frente a mí, danzan fachadas desnudas y chimeneas que se estiran y apuñalan el cielo. Instintivamente coloco la toalla en el suelo y me paro sobre ella para que el silencio no escale mis piernas mientras fantaseo, nuevamente, con esa deliciosa máquina de expresos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen trabajo... quizás con cierta pretención temeraria de darle contenido a la "nada". Reflexiones inconclusas y un sinsabor anrarecido de un polvo constante que se pega en el pensamiento e impide comprender la intencionalidad verdadera del autor, o simplemente empaña la posibilidad de decodificar su interés al registrar apenas trozos de algo.
Interesante esa manera de registrar lo que podría parecer un aborto de evento.
Constans Khurry

Maikel Riggs dijo...

Gracias por su comentario, amiga. Saludos
Maikel Riggs