domingo, 14 de enero de 2007

Levitando

Levitando


Otra calada más al cigarro de la melancolía y este aumenta su tamaño. La habitación se me resume, como tantas veces, al techo; mi cuerpo (o lo que resta de el luego de seis horas sin mover una articulación) yace entumecido sobre un lecho derruido por los polvos del tiempo y las excesivas horas de sexo sin amor. Como cada noche, llega el momento en que la vida parece detenerse. Los objetos que me rodean, hechizados por esa densa quietud que colma los cementerios, aguardan expectantes mi deceso temporal. Lentamente siento como se nubla la vista y se hacen pesadas las manos, signos inequívocos de la entrada en esa especie de trance que me esclaviza a diario desde que me abandonó mi única compañía durante muchos años.
La niebla al tiempo que roba mis pupilas se va transformando en una ventisca de nieve que, al caer, alimenta un famélico río sobre el cual floto boca abajo a escasos metros de la superficie.
La tempestad finalmente se detiene, todo es espuma y el sonido producido por el romper del agua en algunas rocas dispersas que amueblan el cause del río. Uno tras otro comienzan a dibujarse rostros en la corriente, al principio no comprendo que sucede, me esfuerzo por encontrar alguna cara familiar. No lo logro. De repente, las aguas se calman y de las profundidades emerge una foto amarilla. Allí está, tan de todos como siempre, tan témpano de hielo; mis ojos se mojan en la copa del recuerdo por la mujer que nunca y siempre fue mía, por quien las campanas de mi corazón doblaron hasta romperse. Una ola de memorias termina de dibujarle el cuerpo, testigo soberbio del quehacer del ángel a la hora de un nacimiento. Las heridas de un deshielo de antaño van desapareciendo y el odio cede a la nostalgia; comprendo que todo amor pasado, por doloroso que haya resultado, deja al final del sendero una tímida hoja de recuerdos con los momentos más bellos escritos por la pluma de la pasión.
El agua comienza a tornarse gris, mi corazón repica al ritmo de un tambor enfurecido, instintivamente mis manos se cierran como las de quien aguarda una pelea ineludible. Imágenes de mis más rudas querellas se suceden bajo mi cuerpo; distingo al chicuelo que me pegaba en la escuela cuando no le ayudaba con su tarea, la riña que tuve a la entrada de un cine, y el moretón que me regalaron en un bar de mujeres públicas. La respiración se acelera por instantes; casi he perdido el control cuando, debido a la exaltación, me volteo por accidente al cielo; este sigue tan azul como siempre. La vida es como una partida de ajedrez, no puedes planear bien la próxima jugada si permaneces aferrado al peón que perdiste en la anterior. El hoy es la segunda parte de la película de los errores del ayer; hay que aprender a reconocer el escalón débil y saltárselo, no perder tiempo recordando como fue el traspié.
La paz se abre paso siguiendo las huellas de mi reloj de pared; ya nada podrá desequilibrarme, me siento preparado para aprender de cada movimiento y encontrar siempre el atajo positivo en los caminos espinosos. El agua se desvanece y comienzo a retornar a mi posición en la cama. Todo sigue igual, la oscuridad acostumbrada me da la bienvenida. Animado, me incorporo y con nuevos bríos me dirijo a la sala para ver la televisión. Al llegar, me detiene un vaso de agua con la foto de una anciana detrás; el vacío me inunda, los ojos se me han vuelto a extraviar. Lentamente, y con el alma a cuestas, me retiro a mi habitación, como levitando.