domingo, 10 de junio de 2007

Alas de soledad (Maikel Riggs)



Tiene el silencio tatuado

el discurso que enmudece mis labios

duermo aferrado a un almohada

que estrena muecas en las mañanas

odres en barras de bares

flotan mis penas por pares

calzan

confusos mis pasos

alas de soledad

EL vaso de leche (Maikel Riggs)

El Sol asoma sus primeros rayos por el borde inferior de la ventana. A Esteban le ha resultado muy difícil acostumbrarse a recibir ese molesto baño de luz matinal diariamente; pero no puede hacer nada al respecto, sus padres así lo han dispuesto. Estira torpemente su cuerpo sobre la cuna, y tras un inútil esfuerzo por tomar la almohada sobre la que reposan sus mechones castaños se rinde y opta por voltearse para escapar de los flechazos de luz que trae, generosa, el alba londinense.

La oscuridad cubre su cara y trae la conciliadora paz, esa que el ha permitido sobrevivir los últimos seis meses. Le resulta un tanto dificultoso respirar, pero en el inmenso vacio que anida al fondo de su almohada de plumas no existe el día, la leche, ni las manos torpes. Intenta distraerse con el nuevo ejercicio que ha inventado la semana anterior. Enmudece su mente hasta crearse un espacio oscuro frente a sí, pulcro, distante. Comienza a amueblar su nueva habitación con sumo cuidado: Coloca dos butacas grises en la esquina donde sus padres han dispuesto el caballo de madera; un piano, siempre lo ha deseado, fantasea algunos instantes con la melodía angelical que escuchó el mes pasado detrás de la puerta. Del vacío se levanta una mesita de caoba con un cenicero de marfil encima: Esteban no fuma, no puede, pero sabe instintivamente que un cenicero no puede faltar. El suelo lo arropa con una alfombra roja, de felpa gruesa y tibia que invita a caminar descalzo. En su fantasía se levanta y siente la alfombra acariciar la menuda planta de sus pies.

De repente, y quizá debido a su prematura e inexplicable conciencia, la mayoría de las palabras se desprenden de su significado y danzan a su alrededor desnudas, dibujándole un agujero circular en la mente. Un miedo aterrador se adueña de su ser, miedo a convertirse por dentro en lo que su apariencia física denuncia innegablemente. Se aferra como un niño testarudo al vocablo piano, repitiendo enfermizamente la melodía una y otra vez hasta que los vocablos regresan y toman su sitio.

Minutos más tarde se escuchan, provenientes de la pieza contigua, pasos agitados: logra distinguir fácilmente las pisadas militares de su padre dirigiéndose al baño; también, aguzando un poco más su oído, escucha el fino rechinar de las sandalias de su madre sobre el piso de madera en la cocina. Susurra algunas palabras a la almohada antes de que el vaso de leche irrumpa en la habitación.

Felipe ha encendido el ventilador rosa de la pared al percibir el sudor en la frente de su hijo. Roza con la frialdad disimulada de siempre la frente de Esteban en un maquinal gesto paternal. Es un hombre alto, de figura atlética y un amplio bigote negro encrespado. Lucía es mucho más cariñosa, sus ojos emanan luz al acariciar su hijo; trae un vaso grande con leche inmaculada en la mano derecha. Despeinada, recuerda la imagen de un hada de los cuentos.

Esteban ya se ha acostumbrado a los mimos y caras que le hace la madre para arrancarle una sonrisa, tanto que ya no le molesta en lo absoluto seguirle el juego. Es capaz de hacer casi cualquier cosa por verla contenta.

-¿No es hermoso?- le comenta Lucía a su marido que se peina en el espejo de la pequeña habitación, abstraído, como enfrascado en una tarea medular. Es un amor- responde el capitán sin prestar mucha atención. Es grande el amor de madre- piensa Esteban concentrado en las manos de su progenitora; es una lástima que no pueda incorporarme y asestarle un golpazo a este "soldadito de plomo". Sus puños se cierran ligeramente.

Mira con cara de desconsuelo el vaso de leche intentando que descubran la repulsión que esta le provoca; siempre la ha odiado, debe ser por la repulsión que le provoca la palidez de su color. Ve a su madre introducir el dedo índice en el vaso para comprobar la temperatura, se acerca el momento.

Una sensación de desespero se apodera de todo su cuerpo; una molesta cosquilla le recorre la columna erizando los finos vellos de su nuca. La cuna se le hace pequeña, tan pequeña que a penas cabe su cuerpo. Se estremece, voltea varias veces sobre su cuerpo, y finalmente se le escapa un sollozo ahogado. El vaso de leche se acerca imponente; dentro de su pecho algo quiere estallar: ¡Dios, qué me han hecho, no soy su verdadero hijo, no tengo seis meses de nacido, no me gusta la leche!- pero la frase queda, como siempre, ahogada en el vaso de leche.