viernes, 2 de marzo de 2007

Viejo Bolero

Siempre me gustó Anabel, con sus pezones rosa y la mirada carmín esculpió mis más estrepitosos orgasmos juveniles. En aquellos tiempos jugábamos a ser árboles; amaba verla estirarse y ponerse en puntitas para tocar el cielo. Su frágil cabellera Sol destellaba flechazos de luz que me encandilaban las pupilas y el corazón.
Enlazamos nuestras vidas desde aquella tarde en que la descubrí ángel conversando con un zunzún; teníamos catorce años, el cielo era azul, y hablábamos el idioma de las aves. No fue difícil reconocer mi primer amor, nos veíamos todos los días en la campiña para dar vida a los sueños y combatir miedos. Ella besaba mi frente marchita y yo regaba el jardín de su inocencia con aplausos.
Uno, dos, tres años pasaron sin que cambiara el verdor de nuestra campiña. Pero la revista que robamos de la alcoba de mis padres dejó secuelas. El lago que habíamos descubierto y bautizado nunca fue tan cristalino como aquella mañana abrileña. Los senos me apuñalaban la espalda al acariciarme y el vapor de su sexo quemaba mi nuca mientras cabalgaba en el corcel improvisado de mis hombros, su desnudez mutó de familiar a provocativa.
Lloramos juntos con el agua hasta la barbilla; ella por beber ese extraño elixir que se obtiene al mezclar dolor y placer, yo… de alegría. Mis labios ardieron en la base de sus pechos; los suyos, vientos huracanados, azotaron mi cuerpo con descargas de placer eléctrico. Terminamos abrazados, como árbol y tierra. No nos importó el rosa con que se vistió el agua que nos circulaba ni los temblores que nos sacudieron simultáneamente cuando moví un inexperto y avergonzado miembro en su interior.
Transcurrió la primavera entre besos y flores. Ella cantaba siempre un viejo bolero y yo estudiaba para ser médico. El caserío tenía los ojos sobre mí, sobre el futuro doctor. Era feliz, la idea de viajar a la capital a estudiar se me dibujaba difusa en el pensamiento.
Nunca cerró los ojos antes de que yo conciliara el sueño, nunca le faltaron rosas frescas al bucarito de la sala, nunca se le apagó el amor. Pero la vida de la capital mató el duende que yo llevaba dentro. Regresé a los cinco años con el acento transformado y el fantasma de la burguesía tatuado en la frente. Con mis zapatillas nike sentía que ya no necesitaba jugar a ser un árbol y estirarme para tocar el cielo.
Fue a visitarme a la casa con una rosa entre las manos. Hice todo lo posible por construir fuego de las cenizas que quedaban del primer amor, pero ya había olvidado el lenguaje de las aves y ella se percató. Se marchó con los sueños rotos y la garganta obstruida por un beso añejado; yo quedé con una rosa sobre la mesa y escuchando un viejo bolero sin saber de dónde provenía.

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