domingo, 7 de enero de 2007

Jardineros

Un texto anónimo de la Tradición dice que cada persona, en su existencia, puede tener dos actitudes: Construir o Plantar. Los constructores pueden demorar años en sus tareas, pero un día terminan aquello que estaban haciendo. Entonces se paran y quedan limitados por sus propias paredes. La vida pierde el sentido cuando la construcción acaba.

Pero existen los que plantan. Éstos a veces sufren con las tempestades, las estaciones y raramente descansan. Pero al contrario que un edificio, el jardín jamás para de crecer. Y, al mismo tiempo que exige la atención del jardinero, también permite que, para él, la vida sea una gran aventura.

Paulo Coelho

Jardineros

La semilla de treinta y ocho semanas una mañana se cansa del pequeño espacio sin luz donde recibe sus alimentos y, como tocada por la fantasía, se estira y aferra a un tibio rayo de Sol emprendiendo su mayor aventura.

Nos abrimos paso al mundo con el oficio de jardineros y sin más herramientas que un par de manos toscas que llegamos a dominar luego de varios años. La infancia es un carrusel de colores que nos vive el tiempo. Entre helados y las primeras maestras nos damos cuenta como, a nuestro alrededor, crecen pequeños arbolillos ingenuos y se comienza a extender un portentoso manto verde. No hay necesidad de regar aún, algo que las personas mayores llaman equilibrio parece encargarse de todo.

Llega la adolescencia, ese loco duende que, tomándonos por los hombros, nos sacude estrepitosamente. Atormentados, las piernas nos llevan a nuestro jardín a descansar y percibimos que ha cambiado mucho desde la última vez que lo visitamos. Hay nuevas plantas de todos tamaños, formas y colores. El rosal de la esquina ha multiplicado sus espinas a tal punto que logra atemorizarnos; nos recuerda la chica de la esquina: tan ojos verdes, tan sensual, frívola y pecadora. Sobre la roca gris delira una planta moribunda, en la tez de una de sus hojas secas se dibuja el rostro de un amigo de la infancia. Duele verle así, rodeado de tan bellos recuerdos, mas con la cabeza gacha y la frente marchita. Con un "No te olvido" intentamos reanimarle; demasiado tarde, se ha mudado a otra ciudad, conocido nuevas personas, amado, y olvidado.

Entre las plantas más bellas crecen hierbas oscuras ensombreciendo el contorno, nuestro mundo ha llegado a convertirse en un caos de espinas y hojas secas. Es el momento de la primera limpieza. Desenfrenadamente comenzamos a arrancar de raíz la mayoría de las plantas; sin muchos miramientos removemos la tierra deshojando amigos, enemigos, y amores. No sentimos dolor al quebrar el tallo del rosal y hemos pisado la roca que servía de lápida a un recuerdo. Al terminar la faena nos tumbamos sobre la tierra exhaustos, cual árbol centenario cansado de mentirle al tiempo; nuestras manos se han teñido con ese marrón que deja la mezcla de tierra y sangre. Hay pocas plantas a nuestro alrededor, pero indudablemente hemos ejercido por primera vez nuestro real oficio.

El tiempo pasa y comenzamos a dominar las técnicas de la jardinería, en vez de usar las manos adquirimos una pala con la que remover la tierra y un rastrillo para quitar las plantas muertas. Aprendemos, con el tiempo, que el jardín hay que regarlo y atenderlo a diario para no perder el equilibrio en nuestras vidas. Luego conocemos una persona, nos atamos a esta en santa ceremonia y llega el primer hijo para abonar nuestro suelo. Se repiten las estaciones, trabajamos nuestro entorno a diario, un cambio que se avecina se percibe en el ambiente. Nuestra vida tiene la estabilidad que tanto deseábamos pero algo no funciona bien, el jardín no es tan verde como en nuestra juventud, este también ha envejecido y como consecuencia necesita otros tipos de cuidados. Es entonces cuando comenzamos a pasar días enteros pensando en las plantas que hemos arrancado de raíz y sentimos dolor al reconocer que debimos darle una segunda oportunidad a aquel girasol que no quiso mirar al Sol tan solo un día.

Entre las arrugas de nuestras manos se dejan ver las secuelas de innumerables batallas. En ese momento llegamos a convertirnos en verdaderos jardineros, compramos unas tijeras bien finas y aprendemos el arte de podar. Comprendemos, al fin, que todas las plantas del jardín que nos rodea, son personas igual que nosotros y jardineros de oficio; que somos jardineros de nuestro jardín y plantas del ajeno, y que quizá, si solo podamos hoy, mañana no tengamos que sentir el filo de un azadón sobre nuestras cabezas.